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Gumersindo Trujillo González

Anécdotas y vivencias de Gumersindo Trujillo González (Sindo)

Fue concejal y juez de paz de la villa de Candelaria

 

       Si el poeta decía, se hace camino al andar, digo también que la palabra da camino a la amistad, que es el fruto de un buen entendimiento y respeto mutuo. Si la solidez de estos argumentos exilia cualquier chismorreo que quiera debilitar esta relación amistosa, no hay tempestad lengüezuela que derrumbe la madurez de este vínculo afectuoso.
       He tenido la suerte de haber recibido la distinción de amigo por parte de Gumersindo Trujillo González (Sindo). Un tratamiento que me honra y que fuimos consolidando hasta su partida.
       Él me enseñó a conocer mejor al pueblo candelariero. Relatos impregnados de sinceridad, donde cuenta sus vivencias en las diferentes etapas de su vida, rubricadas con estas anécdotas.
       Vivió Sindo momentos de aciertos, pero también de errores, hecho que pone de manifiesto que no somos infalibles en esta vida de vaivenes.  Somos humanos.
       Su genio con ingenio, así lo manifiesta, pues sus pilladas, sin llegar a la ofensa, ponen su sello particular.
       Mucha gente no comprende, nosotros sí, cómo es posible que nos entendiéramos tan bien, siendo de diferentes ideologías políticas, sobre todo en momentos de duros enfrentamientos verbales entre nuestros partidos en el municipio. Tampoco algunos vecinos asimilan ese alto en el camino que hacíamos en cualquier esquina, durante la campaña electoral, para conversar un rato.
       Nada, ni nadie hizo flaquear en ningún momento la solidez de nuestra amistad, porque estaba por encima de cualquier chismorreo o “comida de coco”. Tal vez este comportamiento haya servido como lección para aquellas personas de un pensamiento radical exento de cualquier modelo de diálogo.
       En sus últimos años, sus visitas a mi casa eran más frecuentes, siempre acompañado por su fiel nieto, Carlos. Cuando me hablaba de su Candelaria, de la evolución, parecía que le ganaba años a la vida. La felicidad se reflejaba en la cara, su sonrisa era todo un poema. Vaya como ejemplos estas jocosas historias:
- El Centro Recreativo La Torre, situado en la calle Obispo Pérez Cáceres, era propiedad de Francisco de la Torre, que vivía en Santa Cruz. Era pariente de Álvaro González Tejera. Un conocido mío, Isidoro Nóbrega, estaba conmigo frente a La Torre y me preguntó que de quién era el local, le contesté que de la Torre, y él, medio contrariado, me respondió: ¡Caramba, la iglesia allá y la torre aquí!
- Mi abuelo solía poner un ventorrillo por las fiestas de agosto. Mi abuela estaba al frente del mismo cuando unos señores de fuera le pidieron de favor que le guardase la comida que traían. Pasó mi abuelo y debió comer algo de ella. Se marchó y siguió disfrutando de la fiesta. Los dueños cuando regresaron y observaron que algo faltaba, reclamaron la comida. Fue al regreso de mi abuelo, cuando mi abuela le dijo que los señores se habían enfadado y que iban a dar parte a la guardia civil y él contestó: Si le dan parte a la guardia civil, ¿qué les va a quedar para ellos?
- En la posguerra civil española fui autorizado por la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes a distribuir el suministro de comidas mediante la famosa cartilla de racionamiento, que era una colección de cupones en el que se especificaba el alimento a comprar y en la semana en la que se podía adquirir. Así el titular de la tarjeta de abastecimiento tenía que administrar con cautela cada cupón.  Solían recitarme unos versos que se cantaban  en la época del racionamiento: Águila que vas volando/ hacia el imperio de Dios/ dime, ¿dónde está el azúcar/ el aceite y el arroz? 
Mi abuelo el de Arafo, que era medio poeta, me enseñó otros versos que sacó cuando iba al chinchorro aquí en Candelaria: Me encuentro en este paraje/ sin tener otro socorro/ jalando por un chinchorro/ entre tanto canallaje.

La basílica

- Estábamos reunidos con el arquitecto, Enrique Regalado y el obispo Domingo Pérez Cáceres y le pregunté al obispo por qué no hacían la Basílica un poco más hacia donde hoy está la Fuente de los Peregrinos y don Domingo me contestó, que aunque hagan la Basílica hasta Aroba, siempre se llenará de gente.
- Al lado de la venta tenía un bar que era famoso por los tollos que preparaba mi esposa y otras cocineras. Don Leocadio, el famoso doctor de Rayos X, traía un bote y se los llevaba para Santa Cruz. Los días catorce y quince de agosto, a las cinco de las tarde, se agotaba la cerveza, se había vendido sesenta barriles de cincuenta litros cada uno.
       Después de refrescar su castigada garganta con un vaso de agua, continuaba hasta apenas articular palabra, ya que un traqueostoma le jugó una mala pasada y le impedía hablar sin tapar el orificio de la garganta. Entonces me decía: “Manolo, por qué no dejamos algo para mañana”.
       De esos tantos momentos tertulianos que compartí con Sindo, hay dos, ajenos a nuestra voluntad, que quedaron grabados en mis oídos. Estos fueron:
       Aún sigo oyendo el eco de aquellas palabras de una señora, haciendo gala de un saludo que creía alentador y cariñoso, para mi inoportuno, conociendo el estado de ánimo de mi amigo. Decía: ¡Todavía no te has muerto! Curiosamente aquella señora que quería hacer una gracia, no fue graciosa porque falleció al poco tiempo.
       En otro caso, sinónimo al anterior, un señor dirigiéndose a los que estábamos presentes, y queriendo expresar de una manera ingenua y poco afortunada sus flacos sentimientos hacia mi amigo Sindo, comentaba: “El día que este señor se muera, iré a su entierro, porque él va a todos”. Pero no pudo ir porque Sindo lo acompañó a la última morada. El hombre propone y Dios dispone, y la lógica, una vez más, yerra. La conclusión es evidente: A veces el silencio es hermoso.

Su vida

       La historia de Gumersindo Trujillo González, “Sindo”,  comienza el año 1912,  en el lugar conocido por “La Montañeta”, a la vera de la venta de Amalia, en Santa Ana. Allí compartió hogar con sus padres y hermanos, Altagracia, Domingo y Maximina.
       Los abuelos por parte paterna, Domingo Trujillo, era natural de Tacoronte y María Reyes, de Candelaria, conocida cariñosamente por “María España”, porque era muy activa. Vivían en la calle Santa Ana, muy cerca de su casa.
       Su padre, Manuel Trujillo Reyes,  como tantos canarios, emigró tres veces a Cuba. Con tan solo once años tuvo que enfrentarse al momento más doloroso que le puede ocurrir a un niño, la muerte de su madre, Constanza González Fariña, que con treinta y dos años la impía parca la privó de abrigar a sus hijos con el calor maternal y verlos crecer.
       Esta irreparable pérdida obligó a Sindo a hacerle frente a la vida. Con catorce años trabajó cargando piedras en la fase de cimentación de la Basílica, en La Magdalena. El sueldo era de tres pesetas diarias.
       Tuvo también momentos festivos: “Las clásicas comedias de pueblo se hacían debajo de los corredores del convento de los dominicos, en el primer salón, yendo hacia San Blas. El local era conocido como “Salón de la Juventud Católica”, comenta Sindo.
“Recuerdo, añade, que siendo niño, intervine en una comedia. El título era “El médico a palos” (obra de Francois de Molière y traducida por Fdez. de Moratín). Los actores eran Alvarito González Tejera; Cristóbal Gutiérrez, era de El Chorrillo; Palmira, la mujer de Alvarito, y yo, que hice de don Bartolo, el médico falso”.
       El padre de Sindo, cuando regresó definitivamente de Cuba, a finales de los años veinte,  se dio de alta fiscal en la industria de carpintería, en la Plaza de Santa. De él aprendió el oficio de carpintero. Trabajó varios años en esta profesión, los suficientes para conocer muy bien a Manuela, su esposa, pues su madre, Amparo, tenía una venta frente a la  carpintería.  Su enamorada mirada anclada en  la puerta de frente, era interrumpida por el serrín que arrojaba el cepillo o el serpentear del berbiquí.
       Se casa con Manuela Castro Otazo el veintiuno de octubre de 1935. Dice la gente, eso cuentan, que la primera venta fue por La Cardonera, en una casita que había muy cerca de la cripta municipal. Recuerdan algunos vecinos que un banco de carpintería era el mostrador. Tenía a la venta haces de leña y sacos de piñas que traían, especialmente, los arayeros, entre otras cosas. Luego pasaría al local de su suegra, en Santa Ana.
       Así comenzó una larga trayectoria comercial, teniendo la bendita suerte de tener, entre otras personas, la protección celestial de dos ángeles que pisaron tierra firme: Manuela, su esposa, de una eterna bondad y paciencia ilimitada, y su cuñado Martín, que siempre estaba extendiendo su diligente mano ante cualquier adversidad comercial.
En la década del 60, Sindo era conocido en cualquier rincón de la isla. Hoy, para sus amigos, sigue siendo presente, no pasado. Los versos que rubrican este breve comentario sobre la vida de uno de los empresarios más carismáticos de Candelaria, son un homenaje a la amistad, en su fallecimiento el año 2006.

Por un túnel de sendero,
hacia la Luz y la calma,
se fue mi amigo del alma
con aquel adiós postrero.
Luchador candelariero,
tu mirada ansiosa vuela
en la dorada Candela
de la Virgen que te guía,
a la eterna compañía
de tu querida Manuela.

Número 80 – Marzo de 2010

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